Vamos a hablar de cosas intangibles pero fundamentales. De cosas que construyen ese incierto lugar que conforma la memoria, y desde ella, nuestra identidad. Cuestiones tan graves, tan absolutas, que sin ellas no podríamos reconocernos.
Podría hablar por ejemplo de las manchas de sol que navegaban en la pared de mi habitación cuando todavía mi hermano no había nacido y me daban -no sé por qué- la medida del miedo; de las tardes enteras que pasé bajo el piano de mi madre escuchando la música de agua de Chopin y jugando, inmóvil durante horas, a ser expedicionaria en África curando animales; podría hablar también del puerto de Santa Cruz una lejanísima noche de mi infancia cuando un barco zarpaba y dejaba un camino de luz en el mar oscuro y supe de alguna extraña manera que esa imagen sería para mí un símbolo querido de la soledad y la nostalgia.
Podría hablar del mar. Mucho. Porque amo el mar más allá de lo que resulta comprensible. O del viento, que necesito para vivir porque de otra forma el aire me resulta irrespirable. O de los viajes larguísimos en auto, cuando imaginaba que la luna era un barco y las nubes, las tierras que descubría navegando. De cuando escribí mi primer poema; de mi abuelo al que quise tanto y conocí tan poco. Podría hablar de amigos y de amores. Podría también hablar de los ojos de cierto hombre del que me enamoré perdidamente, y de cómo esa historia no pudo ser feliz.
Pero prefiero hablar de los ojos de un perro.
Podría decir que un día un perro cualquiera, mientras moría en la calle, me miró.
No sé si se entiende.
Nunca nadie me había mirado así. Claro que, como a todos, las miradas de los demás me acompañan, me cobijan, me dicen “te amo” o “somos amigos” o “no te dejaré nunca”; y otras veces dicen “qué pena haberte conocido” o “ya no te quiero”.
Aclaremos de paso que yo siempre miré: perros, personas, lugares, colores; llevo la mirada a cuestas como una permanente cámara fotográfica.
Pero nunca un perro me había mirado de esa forma. Esos ojos de animal herido, esos ojos hondos, apenas feroces y desafiantes, resignados y de una dulzura extrema, decían cosas sabias que sólo puede saber un perro y que yo nunca había escuchado.
Había algo terrible en esa mirada oscurecida por el reflejo de la muerte, algo que me atravesó y se quedó conmigo para siempre.
Podía leer en sus ojos la historia de los abandonados, de los vencidos, de los que no esperan nada. La historia antigua y cotidiana de los que sufren y mueren sin haber podido comprender ningún motivo que justifique tanto miedo ni tanto dolor.
Esos ojos maravillosos y sabios son los de mi perro Homero, que aquel día levanté de la calle donde alguien lo había abandonado para que muriera solo.
Hoy Homero me mira, y sabe con toda su certeza de perro que lo amo. También sabe otras muchas cosas de las que no me entero.
Me refleja en su mirada inocente, me dice que es feliz, me da las gracias. Todos los días.
Podría hablar por ejemplo de las manchas de sol que navegaban en la pared de mi habitación cuando todavía mi hermano no había nacido y me daban -no sé por qué- la medida del miedo; de las tardes enteras que pasé bajo el piano de mi madre escuchando la música de agua de Chopin y jugando, inmóvil durante horas, a ser expedicionaria en África curando animales; podría hablar también del puerto de Santa Cruz una lejanísima noche de mi infancia cuando un barco zarpaba y dejaba un camino de luz en el mar oscuro y supe de alguna extraña manera que esa imagen sería para mí un símbolo querido de la soledad y la nostalgia.
Podría hablar del mar. Mucho. Porque amo el mar más allá de lo que resulta comprensible. O del viento, que necesito para vivir porque de otra forma el aire me resulta irrespirable. O de los viajes larguísimos en auto, cuando imaginaba que la luna era un barco y las nubes, las tierras que descubría navegando. De cuando escribí mi primer poema; de mi abuelo al que quise tanto y conocí tan poco. Podría hablar de amigos y de amores. Podría también hablar de los ojos de cierto hombre del que me enamoré perdidamente, y de cómo esa historia no pudo ser feliz.
Pero prefiero hablar de los ojos de un perro.
Podría decir que un día un perro cualquiera, mientras moría en la calle, me miró.
No sé si se entiende.
Nunca nadie me había mirado así. Claro que, como a todos, las miradas de los demás me acompañan, me cobijan, me dicen “te amo” o “somos amigos” o “no te dejaré nunca”; y otras veces dicen “qué pena haberte conocido” o “ya no te quiero”.
Aclaremos de paso que yo siempre miré: perros, personas, lugares, colores; llevo la mirada a cuestas como una permanente cámara fotográfica.
Pero nunca un perro me había mirado de esa forma. Esos ojos de animal herido, esos ojos hondos, apenas feroces y desafiantes, resignados y de una dulzura extrema, decían cosas sabias que sólo puede saber un perro y que yo nunca había escuchado.
Había algo terrible en esa mirada oscurecida por el reflejo de la muerte, algo que me atravesó y se quedó conmigo para siempre.
Podía leer en sus ojos la historia de los abandonados, de los vencidos, de los que no esperan nada. La historia antigua y cotidiana de los que sufren y mueren sin haber podido comprender ningún motivo que justifique tanto miedo ni tanto dolor.
Esos ojos maravillosos y sabios son los de mi perro Homero, que aquel día levanté de la calle donde alguien lo había abandonado para que muriera solo.
Hoy Homero me mira, y sabe con toda su certeza de perro que lo amo. También sabe otras muchas cosas de las que no me entero.
Me refleja en su mirada inocente, me dice que es feliz, me da las gracias. Todos los días.